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Mareados en cuarentena con Marta Minujín: “Todo lo roto es arte”

Ziggy Savasta Por Ziggy Savasta
2 agosto, 2020
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Mareados en cuarentena con Marta Minujín: “Todo lo roto es arte”
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Marta Minujín (77) fue, junto a Federico Manuel Peralta Ramos y otros personajes mal medicados, una de las bestias de la creatividad avant-garde que saltaron del anonimato usando como trampolín al Instituto Di Tella, aquel sitio ecléctico donde el arte menospreciado de los ’60 fue protegido contra las tempestades y tornados del prejuicioso establishment argento. Sus obras jugaban con lo transitorio y lo instantáneo. Igual de instantáneo fue la atención que años atrás le prestaron en Naciones Unidas, en cuya sede de Nueva York se mostraron sus explosivas esculturas. Pero ella dice que es como Salvador Dalí, que hace de todo, incluso marear a la gente. “¡Hay que marear a todo el mundo!”, me repitió al borde del manicomio. Por las dudas agárrense bien fuerte que ahí está llegando…

Piernas rotas y plantas carnívoras

“… y mi personaje de artista, construido con persistencia, se deshace mientras el arte adquiere otro sentido. Me voy a pasear por el espacio de mi taller… Mis construcciones, que parecen esculturas, se asoman a mi visión convirtiéndome en oyente de mi pensar, que fluye sin reflexión”.

¡Gu-aaa-uuuuuuuuuuu! Podemos ver cómo se le escapan las letras de la boca a la Minujín cuando lo dice, formando rápidamente una salchicha de palabras-papel-maché que van rebotando en la impedancia de su pajoso flequillo color lavandina vencida. Termina en una frase de risa cósmica, al estilo de “todo lo roto es arte” y después sigue en un alud de comentarios heavy e indescifrables. Ráfagas de palabras que no llega a comprender el oído humano: tal vez ella habla en el idioma de las ballenas y todavía no llegó a captar la atención de la NASA para ganarse una expedición a la Luna, o algo así. Lo cierto es que todo eso se le escapó a la Minujín poco después de que llegáramos a su taller, cuando todavía creíamos que ella era una persona… ¿cómo decirlo?… normal.

Antes, la primera vez, en la entrada a ese taller, dos tipos que parecían ser ex combatientes peleaban a las cachetadas ¡zap! ¡zap! ¡zapppp!!! por tres atados de cigarrillos mentolados. Los músculos como rocas, cabellos atormentados a lo Rambo con algún lubricante… dos G.I. Joe absolutamente reales armando todo un verdadero lío mientras esperamos que la Minujín nos abra la puerta de una bendita vez. ¡Dios mío! ¡se supone que estábamos ahí para hablar de arte!

-Todo lo roto es arte.

Todavía no entramos al taller de la Minujín, pero si afuera empezó la Tercera Guerra Mundial por unos cigarrillos mentolados, ¡Dios sabrá qué extraño delirio tendrá guardado la Minujín adentro de la licuadora! ¡Colapso verbal! ¡Esquizofrenia en su máxima pureza! Apenas chocamos con ella nos dimos cuenta que esa tarde la Minujín había tomado los medicamentos equivocados. “Yo decía: ¡que nadie me conozca! ¡que nadie me conozca! Iba por la calle, ¿entendés? Me paré y empecé a gritar: ¡Aaaaahhhhhh! ¡Estoy muy mal porque nadie me conoce! ¿Entendés? ¡Brutal!”.

¡Es una mujer a nafta! Cualquier criatura de este mundo sin ese combustible, sin la nafta, no podría hacer todo lo que hace la Minujín en menos de un segundo. Cómo habla y cómo se mueve y cómo sigue hablando todo el tiempo. La Minujín está totalmente loca. Loca de Barrio Norte, a falta de exquisita plebeyez neoyorquina. Ella no escucha a nadie y su mejor compañía es siempre un espacio vacío. Mientras tanto, está diciendo algo así como “pensar que estoy loca es una locura” y apunta: “¿No es fantástico? ¿sabés lo que me gusta? ¡Marear! ¡hay que marear a la gente!”.

¡De eso se trataba! ¡De marear! Cuando la encontramos saliendo de su departamento de Barrio Norte ella parecía el guitarrista de una de esas bandas glam, con esos aparatosos sacos leopard-skin con forma de ala delta y unos casi ortopédicos zapatones con plataforma. “En realidad me parezco a Brian Jones, el que estaba en los Rolling Stones”, me corrije, y con una sonrisa argentina nos invita a subir a su auto alemán ultraespejado.

“¡Mirá como tengo la pierna!”, muestra la Minujín levantándose la pernera derecha de sus pantalones Krizia, negros como los pensamientos de un psicópata. “¡Me caí del caballo y me herí la pierna! Pero… ¡Ay! ¿qué pasa? ¡No me anda el auto! ¡Esperá que lo llamo al portero! ¡Víctor! ¡No me anda el auto! ¡No me funciona la primera! ¡No entra! ¡No andan los cambios! ¿Qué pasa? ¡Víctor! ¡Escuchame! ¡Víctoooooooooooorrrrrrrrrrrr!!!!!”.

Ella grita como si en ese auto se concentraran todos los problemas de este mundo, hasta que alguien desde el asiento de atrás apuntó con acierto que probara con quitarle el freno de mano. Hasta ahí no había una sola razón para empezar a quejarse, así que la Minujín en persona arrancó el auto y comenzó a relatar, con su inentendible estilo súper-freak cómo había ocurrido el accidente con el caballo en un campo de las afueras de la ciudad. Alguien sugirió que la había sacado barata, que podría haber quedado parapléjica, pero pensándolo bien ¡ella estaba igual!

Cuando bajó del ascensor del edificio donde vive la Minujín patinó no menos de una docena de veces. En una se atajó de una especie de planta carnívora, en otra lo agarró de la solapa al portero y casi terminan abrazados lustrando el piso con sus cuerpos. Cosas que no siempre ocurren en Paraná y Arenales. Tal vez ella estaba un poco así… un poco stoned, pero su ánimo era tan frágil como un cabello de ángel. Algo más tenía que picarle a la indestructible paciencia de la artista-soy-muy-rara: “¡Aaaayyyyy! ¡Tengo que ir a la clínica! ¡Me duele la pierna! ¡Me duele la piernaaaaaaaa!!!!!”. A ella seguía doliéndole la pierna y a nosotros comenzaron a estallarnos los tímpanos. Su tono de voz por momentos cobraba el volumen de los bombardeos en Vietnam tal como los vimos en “Apocalypse Now”.

–Tenés que volarle la cabeza a la gente, le aconsejaba al fotógrafo, cuya paciencia ya había fugado aterrorizada del cuerpo.

-¿Usted presume ser un engendro del pop art?

-¡Mirá si ahora mismo incendio el auto con una bomba! ¿Eh? ¡Mataría! No sé, yo soy una genia total. ¡Genia, genia, genia! Es un honor ser argentina y mujer. Soy Marta Minujín, no Marta. Empecé a presentarme a los catorce años en todos los concursos de manchas y en todos ganaba. Así comencé a ganar mucho dinero. Ahora no hay tantos concursos de manchas. Era tan tímida cuando tenía catorce años que imprimí mi cara y la puse en un cuadro. ¡Tenía catorce años! ¿No fue muy loco? ¡Era Marta Minujín!

-Dígame la verdad: ¿alguien de Naciones Unidas se enamoró de usted? La tienen tan en cuenta…

-Bastante gente está enamorada de mí, pero prefiero que se enamoren de mi obra. Por eso detesto las notas: ése es el gran problema de los argentinos. ¿Qué importa quién era Van Gogh? ¡Lo que importa son los cuadros que hizo Van Gogh! ¡No importa el que inventó el avión! ¡Importa el avión!

-Pero es importante esta nota para que nos muestre su verdadera obra maestra: su lengua.

– Mi lengua tampoco importa. Importan mis obras.

“¡Mi lengua no importa!”… ¡Y qué es su lengua entonces sino arte! El arte es todo lo que podemos hacer: dejemos entrar al pop art, ¡adiós, solemne expresionismo abstracto!

En su taller hay sonidos de laboratorio. Todo está enchufado y desordenado. Rodillos podridos manchando un librito de Harper & Row Publishers, la fábula “Feldman Fieldmouse” de Nathaniel Benchley, un ejemplar viejísimo de la revista Interview con Eddie Murphy en la tapa. Pinceles, claro. Docenas de desinfectantes, trapos salpicados de pintura plateada y dos pulverizadores eléctricos. Detrás, como vigilando el enorme ambiente, una foto gigantesca de la Minujín sentada espalda con espalda junto a Andy Warhol.

Ni rastros de los colchones de “¡Revuélquese y viva!” (1964), una de sus obras canónicas que por aquellos años le valió el Premio Nacional del Instituto Di Tella. Ni el “Obelisco de Pan Dulce” (1979), “La torre de pan de Joyce” (1980) y “El Partenón de Libros” (1983). Todo eran grandes cabezas de gallinas, maniquíes sin brazos y mucho ambiente a laboratorio. ¡Marta Minujín es nuestro Frankenstein! ¡Una criatura que habla todo el tiempo!

“En París iba a los hospitales y me llevaba los colchones viejos, después los desinfectaba. Gastaba toda mi plata en desinfectantes. Había alquilado un departamento sin baño ni calefactor. Lo único que quería era trabajar con espacio. Durante tres años dormí en una bolsa-cama, iba al baño en la esquina y me bañaba en los baños turcos. Cuando volví a la Argentina empecé a hacer happenings”…

-¿Y ahí se convirtió en una artista fashion?

-¡Ay, no por favor! ¡Mi arte es más instantáneo. Muchos pintores tardan meses en terminar sus obras. Yo hago todo rápido. El arte es una idea, no es pintar bien o mal. A un fotógrafo puede pasarle lo mismo: tiene una cámara, pero si no tiene una idea no hace nada.

¡Eso es! ¡Una idea! Pero como decía Dostoievski, todas las ideas acarrean consecuencias. Y para la Minujín, donde quiera que esté ahora mismo, todo está en la cabeza. “¡Todo está en la cabeza!”.

Etiquetas: # Instituto Di Tella#Andy Warhol#Federico Manuel Peralta Ramos#Marta Minujín#Van Gogh

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