El triunfo de Macri significa el retorno del péndulo entre una derecha liberal-conservadora y los movimientos nacional-populares. Ambos, por diferentes motivos, tienen dificultades para pensar y construir una institucionalidad que asegure lo social con centro en el Estado. Unos, la derecha, porque no puede pensar el Estado más que como un garante de los derechos individuales y el gobierno limitado. Otros, las fuerzas nacional-populares, porque pese a la importancia que otorgan al Estado, han sido históricamente débiles a la hora de construir un Estado de Bienestar independiente de los sindicatos, de los cuales dependen las prestaciones sociales a los trabajadores, y financiado con un sistema impositivo progresivo. Estas dos carencias producen desigualdad social y ausencia de una impersonalidad institucional capaz de legitimar el Estado de Bienestar como elemento consustancial a la comunidad política, más allá del gobierno de turno.
En ese sentido, la institucionalidad sigue siendo pensada a la manera liberal por ambas fuerzas: una, porque la limita decimonónicamente a Estado de derecho; la otra, porque de algún modo pareciera sentirse cómoda con ese contendiente, en tanto le brinda la posibilidad de autopresentarse como fuerza plebeya siempre dispuesta al “desborde” de lo institucional, para conquistar más derechos. Para unos esa institucionalidad liberal es positiva, mientras que para otros, negativa, pero para ambos parece la única forma de existir de lo institucional.
Cierto es que las fuerzas liberal-conservadoras cumplen menos su programa institucionalista que las fuerzas nacional-populares el suyo. Si las primeras ni siquiera logran construir un Estado de Derecho confiable en tanto entregan la lógica social al mercado, las segundas sí crean actores que se movilizan y luchan en pos de nuevos derechos; de hecho, son las que históricamente han construido la igualdad y la subjetivación igualitaria existentes en Argentina. En este sentido, sí han desbordado y desbordan la institucionalidad, pero no como un medio para acabar cambiando la matriz de la misma, sino casi como un fin en sí que resulta funcional en clave de identidad política. Al desborde sucede el repliegue (resistencia), a la espera de una nueva oportunidad. En ambas posiciones, la exterioridad institucionalidad-masas sigue vigente. Las corrientes nacional-populares hacen suya más la Nación que el Estado.
El problema en definitiva parece el modo de imaginar lo institucional. En ambos casos, aparece como un mero esqueleto vacío, que sirve o bien para defenderse del “asalto de las masas”, o bien para desbordarlo en nombre del pueblo. El desafío, especialmente para las corrientes que luchan por la igualdad, es reunir institucionalidad y masas: una institucionalidad asegura el bienestar social y la igualdad no sólo ni principalmente porque su legalidad así lo certifique, sino porque su legitimidad encarna como un sentido sedimentado en la comunidad política, volviéndose hegemónica. En tanto tal, no suprime el conflicto ni aspira a hacerlo, pero busca asegurar una agenda, un sentido común, un suelo capaz de dotar de legitimidad a los discursos que favorezcan la igualdad y a la cohesión social y, por el contrario, obligue a pagar un precio a las fuerzas que no lo hagan.
El debate —por llamarlo de algún modo— entre “República” y “Populismo” al que se asistió en general en la década K —especialmente a partir del llamado conflicto “del campo”— y en particular en este balotaje, expresa bien ese juego pendular de la política argentina.
Las medidas que Cambiemos decidió no contar en la campaña electoral y que se están conociendo en estos primeros días tras el balotaje van en la dirección de una política económica de derecha, que privilegie al mercado sobre el Estado y el crecimiento de la riqueza sobre la redistribución de la misma. Precisamente porque quizá la principal herencia del kirchnerismo —además de constituir un momento de inclusión social material y simbólica sólo comparable con el yrigoyenismo y el peronismo clásico— ha sido la lucha cultural contra la agenda neoliberal y la construcción de actores alrededor de los valores de inclusión y cohesión sociales, no parece sencillo el retorno al neoliberalismo y a las políticas de los ’90. La reacción de los trabajadores del diario La Nación —y los de Clarín— al editorial publicado por el diario de los Mitre exigiendo en la práctica el fin de los juicios por violaciones de los derechos humanos, constituye un potente indicio del nuevo imaginario social edificado en esta década larga.
Las condiciones que permitieron la implantación del neoliberalismo en los ’90 parecen lejanas hoy. Si en aquel entonces la sociedad se hallaba desmovilizada y los sectores populares a la defensiva por la hiperinflación, todo en un contexto de debacle política, económica y social, hoy se hallan constituidos actores potentes en defensa de una agenda social, está vivo el recuerdo de lo que significó el neoliberalismo como ruptura del contrato social, y la situación —por más que los medios y los “expertos” diganlo contrario, sin más fundamento que el de su presunto saber “técnico” y “neutral”— no es de crisis ni social, ni económica, ni política.
No obstante, todo el problema no radica en si hay o no restauración neoliberal. Puede haber una política económica de derecha sin necesariamente abrazar punto por punto el programa neoliberal. Y eso ya sería un retroceso para la vigencia de la igualdad. Todo apunta a ello. Cambiemos no es el menemismo, es verdad, pero es de derecha. Quizá una derecha menos jerárquica, más horizontal y en red, como el propio mundo empresarial postfordista del que provienen muchos de sus dirigentes; más liberal en lo cultural y social que los conservadores tradicionales; y despojada del pavor a las masas como efecto generacional y propio del declive de la antinomia peronismo-antiperonismo. Pero derecha al fin, lo cual por otra parte es un beneficioso para el sistema político nacional, en tanto ahora se encuentra organizada como partido.
Lo que se pondrá en juego durante el gobierno de Cambiemos es lo que ya se jugó en el balotaje: quién construye y asigna derechos, si la sociedad a través del Estado, o el capital concentrado a través del mercado. Hoy todo parece que dependerá de cómo evolucione la relación de fuerzas entre el gobierno, que aparentemente toma nota de que la sociedad está dividida en dos bloques, y los actores consolidados en esta década en defensa de la inclusión y la igualdad, aun cuando no esté claro cuál será el continente político que los abrigue.
*Javier Franzé: Profesor de Teoría Política. Universidad Complutense de Madrid.