El anuncio de nuevas concesiones viales trae a la memoria un proceso que la Argentina ya transitó en décadas pasadas. La gestión privada de rutas no es una novedad: comenzó a implementarse a gran escala en los años noventa, en el marco de las políticas de desregulación y apertura económica, y marcó un cambio profundo en la relación entre el Estado, la infraestructura y los usuarios.
Durante ese período, el modelo de concesión incluyó la instalación de peajes, la creación de corredores viales y la participación de empresas que asumían la construcción, mantenimiento y explotación de los tramos adjudicados. Con el tiempo, sin embargo, el esquema mostró limitaciones: la falta de controles, los incumplimientos contractuales y los reclamos por tarifas excesivas deterioraron la confianza en el sistema.
Entre la eficiencia prometida y el servicio público necesario
A comienzos de los 2000, tras la crisis económica, el Estado retomó parte del control de las rutas y renegoció los contratos. En algunos casos, la gestión pública directa demostró ser más eficaz para garantizar mantenimiento y accesibilidad, aunque la falta de recursos y la desinversión crónica afectaron los resultados.
Hoy, el Gobierno vuelve a apostar por la concesión como salida a la falta de fondos para obra pública o apoyo a la inversión privada. Pero el debate de fondo sigue siendo el mismo: ¿cómo equilibrar la eficiencia privada con la garantía de acceso equitativo a un servicio esencial?
Las rutas, más que una infraestructura de tránsito, son parte del tejido territorial y social del país. Su gestión define qué regiones se integran, cuáles quedan relegadas y cómo se distribuyen los beneficios del desarrollo. Por eso, cada nuevo esquema de concesión no solo abre licitaciones: también reactiva una discusión histórica sobre el rol del Estado en la construcción de futuro.
			
		    
                                



