En las últimas semanas, los análisis políticos parecen coincidir en afirmar que la trayectoria ascendente de Podemos se ha “estancado” y que Ciudadanos ha comenzado a disputarle seriamente el lugar de “partido del cambio”.
Este panorama ha generado varios tipos de respuesta. Algunas destacan que esto no hace más que confirmar que la estrategia de Podemos desde su constitución como partido es errada. Otras proponen cambios discursivos que permitirían recuperar el terreno perdido.
Los medios masivos imponen a la vida política un ritmo que es, sencillamente, incompatible con la reflexión rigurosa y fundamentada. La voracidad con que exigen “respuestas” a los políticos y analistas es antidemocrática, porque impide toda deliberación. Como muestra, basta el botón de los tertulianos, que tanto opinan de unas elecciones en América Latina como de una guerra en Oriente Medio, pasando por la política agrícola europea. Cualquier investigador mínimamente riguroso sabe el tiempo y la cantidad de variables que demanda ensayar una hipótesis acerca de los fenómenos sociales, siempre en el marco de una especialización que impone años de dedicación.
Nadie previó el 15M, ni el surgimiento de Podemos. Ni siquiera los resultados que obtendría en las elecciones europeas. Tampoco su trayectoria posterior. Apenas podemos conocer, y mediado por la insustituible interpretación, su porcentaje de intención de voto directo y la trayectoria del mismo en distintas encuestas de una “serie” temporal por definición escasa. También tenemos alguna información sobre la proveniencia ideológico-partidaria de esos ciudadanos que dicen preferir a Podemos. Todo en un panorama político inédito, cuyo protagonista es un partido sin antecedentes electorales, y merced a unas encuestas que ―tras la famosa “cocina”, por no hablar del condicionamiento producido por su encargo― daban hace una semana una diferencia entre el primer partido y el cuarto de un 2,4%, esto es, menor que el porcentaje de error propio de cualquier análisis demoscópico (+ – 3,5%).
Esto no significa que no se pueda conocer qué está ocurriendo. Significa que no se puede conocer ahora, cuando los actores y la ciudadanía desean saberlo.
No obstante, algo podemos saber. Y es que uno de los problemas que enfrenta cualquier reflexión sistemática es sustituir la interpretación rigurosa por el deseo, máxime en el ámbito del saber social. También conocemos que un rasgo central de la tradición occidental de pensamiento es presuponer que “la” sociedad y “la” historia tienen un sentido inherente, un modo de funcionamiento que, una vez “descubierto”, daría la clave de cómo hay que actuar. Algunas soluciones que se plantean al “estancamiento” de Podemos parecen descansar en este rasgo clásico, en tanto proponen adaptar la forma organizativa a “la” realidad social, lo cual garantizaría salir del impasse. Esta propuesta deduce del presunto fracaso político actual la confirmación de que la estrategia era errónea, como si hubiera un saber correcto que evitara todo traspié.
Otra respuesta propone modificar ciertas líneas programáticas y discursivas. El problema no está en la propuesta en sí, sino en otro lado: en que esa propuesta se realiza dando por descontado su eficacia política. ¿Por qué sería eficaz? ¿Porque su contenido nos resulta deseable? Otra vez: deducir la eficacia de la bondad de la propuesta es otro rasgo de identidad de la esencialista tradición de pensamiento occidental, que supone religiosamente que tarde o temprano lo bueno triunfa.
Quizá el problema de fondo aquí sea el conocimiento mismo de la política. La política no trata con un objeto dado de antemano, regido por “leyes” y por tanto previsible, mensurable, predictible. Esto es lo que creyó, fundamentalmente, la tradición occidental hegemónica, desde perspectivas ideológicamente diversas, pero epistemológicamente hermanas, del platonismo al positivismo, pasando por la Ilustración y el marxismo ortodoxo. Por eso vieron a la política como expresión de otras instancias realmente determinantes (la Economía, la Historia, la Naturaleza, la Razón) y no como creación radical de la propia comunidad y de los sujetos.
La política, en ese sentido, se parece más al arte: crea aquello que imagina, por lo que tiene un elemento de radical imprevisibilidad. Aunque, como en el fútbol cada lunes, abunden las explicaciones retrospectivas acerca de las “condiciones” que “explicaban” la “necesidad” de que ocurriera lo que sucedió. Prefiero la sugerente interrogación de Isaiah Berlin: “¿Dónde estaba la Quinta Sinfonía antes de ser creada?”
La política es creación, sí, pero de voluntades colectivas. Por eso no basta con enunciar el valor de la meta deseada, sino que hay que volverlo valioso para los demás, sobre todo en democracia. De ahí que la eficacia dependa no exclusivamente del valor en sí, sino de cómo les suene a aquellos a los que les habla, en cómo se inscriba en el contexto y la tradición particulares en que aparece e intenta cuajar.
La contracara del discurso que deduce la eficacia de la deseabilidad es dar por descontado que lo indeseable no puede ser eficaz. Esto ha llevado a cierta izquierda española a minusvalorar la potencia política de la Transición y de sus partidos clave.
El discurso de la Transición ha creado un imaginario, una cultura política, una subjetividad y un modo de reconocerse para una inmensa mayoría de españoles. Su potencia yace en su capacidad de encarnarse en millones de miradas e interpretaciones del pasado de España y de su presente. Eso es un relato, una narrativa, con su impalpable capacidad de hacerse biografía personal, de anudar viejas fotos familiares con la historia de un país. Un modo de vida de cuatro décadas no se sustenta solo en el carisma, en el miedo, en los medios masivos, en el dinero europeo o en la tutela armada. No estamos ante un poder de arriba abajo que domina una sociedad adormecida, independientemente de la valoración política que nos merezca la etapa histórica.
Si esto no se comprende, no se entiende la envergadura de la lucha que ha lanzado Podemos y las probabilidad y avatares de la misma. Podemos se ha levantado contra un imaginario que no es de cartón-piedra. La actual conmoción del discurso de la Transición no viene a demostrar su eterna falsedad: es un síntoma de su historicidad, de la posibilidad de su fin de ciclo.
Toda esta imprecisión y ambigüedad del escenario inmediato no hace más que multiplicar el rasgo de apuesta en el vacío que la política tiene de por sí. Su conocimiento no es un llamado ni al inmovilismo, ni al espontaneísmo, sino a intentar saber mejor las condiciones de la acción política. En especial, a reconocer la imposibilidad de conocer ahora lo que necesitaríamos, lo cual nos condena a apostar en la sombra, huyendo de las trampas del deseo para, con Weber, asumir que “la política consiste en horadar lenta y profundamente unas tablas duras con pasión y distanciamiento al mismo tiempo”.
Fuente: eldiario.es