Uno de los sobrevivientes del ataque a Charlie Hebdo lo cuenta todo por escrito
El periodista y escritor francés Philippe Lancon fue uno de los pocos sobrevivientes del atentado a la revista satírica Charlie Hebdo en 2015, una masacre que le costó la mitad de la cara y pudo contarla en uno de los mejores libros que vieron la luz este año.
Debe haber sido en el instante en que Philippe Lancon yacía sumergido en un charco de su propia sangre, desparramada como filetto de espaguetis en el piso de Charlie Hebdo, con la mandíbula destrozada por una bala, cuando la figura artrítica de Homero se levantó de sus cenizas y acomodó sus todavía enmarañados y enmohecidos bucles helénicos para recordarle: “¡Oh, cuánto se quejan los hombres de los Dioses! Dicen que sus males les llegan de nosotros, y ellos solos, por su demencia, agravan su destino”.
Tal vez haya sido esa inesperada aparición de Homero, tal vez no. Después de todo, según supimos después por “El Colgajo” (Anagrama), el libro que escribió, el despertar traería mareados de morfina cientos de otros sueños, a la manera de Burroughs, igualmente chiflados y encriptados. Pero la escena de Lancon tirado en el piso con decenas de balas de Kalashnikov silbando alrededor y piernas negras acechantes resulta ajena a cualquier ficción: aquello sucedió en el escenario de lo real el 7 de enero de 2015, en la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo, en una París que ya estaba escandalizada por la publicación de “Sumisión”, la novela de Houellebecq.
Lancon creyó que había muerto, “que había cruzado al otro lado”, pero estaba en un error. Se salvó por hacerse el muerto. “Abrí los ojos y ahí estaban ellos, los sesos de Bernard afuera, brazos y piernas entrecruzados como en una danza macabra”. Otro compañero de la revista “murió con una birome entre los dedos”. Doce muertos y, como diría Truman Capote, “entonces cayó el látigo”.
Lo del látigo alude al momento en que la musa se dignó a bajar del cielo para aterrizar en la página y la mente en blanco del escritor. A Lancon le cayó dos años y veinte operaciones después: “El Colgajo” (“Le Lambeau”, Editions Gallimard, 2018) es un retrato estremecedor de su vida tras el atentado perpetrado por dos hermanos islamistas radicales (al grito de “Allahu Akbar!”) que no sólo se llevó a sus amigos y le destrozó la cara, “también arrasó con mi vida sentimental, con parte de mis certezas, dio al traste con creencias muy profundas y me hizo dudar”, concede. “Catapultó al novelista que llevaba dentro”.
“El día que empecé a escribir el libro”, le confesó al diario español La Vanguardia, “la verdadera terapia, la de psicólogo, cirujano, amigos y amores, ya se había cerrado. Escribí la primera frase del libro y tardé año y medio en encontrar la segunda. Ahora ya no soy la víctima, soy un escritor”.
Mezcla de crónica, memoir y alta literatura, las 443 páginas del libro anidan en selectas bibliotecas, habitaciones custodiadas de hospitales estatales y centros de rehabilitación para inválidos, y su orgullosa prosa académica flota ingrávida a la altura del mejor Balzac y Zola. “Escribía sobre un cuadro de Velázquez en Libération como escribía sobre mi periplo quirúrgico en Charlie, para refugiarme en el primero y escapar del segundo. También escribía para transmitir una experiencia, pero la mayor parte de las reacciones me recordaban aquella frase cruel de Céline: ‘La experiencia es una tenue lámpara que ilumina sólo al que la lleva’”.
Una experiencia que, para Philippe Lancon, fue importante compartir sin necesidad de victimizarse. Algo que aprendió de su cirujana Chloé, su obsesión. “Tenía el poder sobre mi vida, se explicaba bien, a media palabra ya la entendía. Y además tenía humor. Cuanto más se acerca uno hacia la muerte, más importante es el humor”.
“El paciente saliva de preocupación y también esta saliva lo hace sentir a su vez culpable: retarda la cicatrización”, rememora Lancon. “Llega entonces para él –es decir, para mí- el momento de buscar consuelo en una frase de Michel Foucault, cuyo padre era cirujano: ‘He reemplazado lo imborrable de la cicatriz por el signo perfectamente borrable y tachable de la escritura’. Siento que lo que ocurrió le pasó a otro y ese otro ya no existe”, se sincera Lancon clausurando la confesión, tal vez armándose de paciencia a la espera de que vuelva a caer el látigo y le dicte al oído un nuevo libro.
