El cierre de la planta en la que trabajaba y luego un paso de cuatro años por otra empresa vitivinícola fueron los disparadores tras los cuales Carlos y su familia se decidieron a iniciar un emprendimiento en una finca en Las Paredes, Mendoza. Comenzaron plantando uvas y elaborando vinos de manera artesanal, pero con el tiempo lograron incorporar actividades de turismo rural, la certificación de producción orgánica y adquirir los conocimientos y maquinarias para producir aceite de oliva. Aquí, la historia de un sueño familiar que, a fuerza de trabajo y tesón, se hace realidad cada día.
En 1998, Carlos Camargo tenía 46 años y una familia integrada por su esposa, Beatriz Vázquez, y sus dos hijos, Leticia y Carlos. Trabajaba en la bodega Resero, como uno de los encargados de vincularse con los productores de uvas para comprar las materias primas en la zona de San Rafael (provincia de Mendoza). Todo cambió tras la decisión de la empresa Cartellone —que había comprado dicha bodega, pero no le interesaba producir en esa localidad— de cerrar la planta. Así, él y otros 400 trabajadores debieron buscar nuevas oportunidades y volver a empezar. Tras cuatro años en otra empresa vitícola, optó por dar un giro a su vida y la de su familia.
Beatriz provenía de una familia de finqueros y había vivido hasta que se casó, a los 22 años, en Goudge, San Rafael. Conoció a Carlos, se casaron y fueron a vivir en el centro de la ciudad. Ella siempre le expresaba a su marido las ganas de volver a vivir en una finca. Con esfuerzo, y luego de los cambios en el trabajo de él, decidieron vender su vivienda y adquirir en 1998 una de 6 hectáreas en Las Paredes.
Finalmente, en ese año tomaron la decisión, acompañados de sus hijos, de dejar la vida en la ciudad e irse a vivir al campo. “Con la diferencia del cambio que nos había quedado, plantamos viñas. Como yo venía del rubro y mi mujer era de familia de productores, decidimos producir uvas y mantener las plantas y la estructura de la finca, que tiene 102 años, pues fue construida por unos italianos en 1916, cuando llegaron aquí tras escapar de la guerra, en su país de origen”, relata Carlos.

Cambio Rural
En esos días, él estaba vinculado con el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), un organismo público descentralizado creado en 1956 para “impulsar, vigorizar y coordinar el desarrollo de la investigación y extensión agropecuaria y acelerar con los beneficios de estas funciones fundamentales la tecnificación y el mejoramiento de la empresa agraria y de la vida rural”[2].
En dicho ámbito, junto a la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos del Ministerio de Economía de la Nación se había lanzado en 1993 el “Programa federal de reconversión productiva para la pequeña y mediana empresa agropecuaria”, conocido como Cambio Rural (CR), que tenía el propósito de “promover y facilitar la intensificación y reconversión productiva de la pequeña y mediana empresa rural”[3].
“Pudimos constituirnos como grupo Cambio Rural, lo que nos ayudó a ver que debíamos sumar valor y que podíamos vender mejor nuestros productos si nos vinculábamos con el turismo que llegaba a la zona. Yo me había asociado con un enólogo, excompañero en Resero y de a poco empezamos a producir vinos con nuestras uvas”, recuerda.
Un paso más
En esa etapa, tenían vides en 4 hectáreas, que producían alrededor de 40.000 kilos de varietales. Elaboraban vino y la uva restante la entregaban a una bodega de la zona. “Mi mujer siempre creyó que teníamos que tener la producción orgánica, que debíamos ser amigables con el medio ambiente, e insistió en que certificáramos la finca”, explica Carlos.
En el año 2000 logramos que viniera la certificadora de productos orgánicos ‘Organización Internacional Agropecuaria’ para conseguir la certificación de la finca. En el primer año, aprovechando un corral con guano de caballo que había en el predio, planté unos tomates que aboné con ese material, sin químicos. Vendí un montón y me hice conocer en la zona, sin quererlo, porque yo solo quería comer sano y vivir como lo había hecho mi familia”.
El matrimonio coincide en que la certificación fue un paso muy importante para el emprendimiento, pues aportó un gran valor agregado a los productos y los ayudó en la difusión a nivel nacional e internacional de la finca. “Somos de los productores más antiguos certificados en San Rafael”, añaden.

Con la pérdida del valor de la uva, fueron priorizando la producción de vino. Llegaron a producir 4000 litros por año (para lo que se necesitan 8.000 kg de uvas). “Hicimos una asociación estratégica con el enólogo: él ponía la técnica y yo la sabiduría de la viña. Trabajamos varios años juntos hasta que él pudo hacer su propio emprendimiento en 2007, por lo que cambiamos de técnico. Luego aprendimos a hacer espumantes”, explica él. “Siempre, además, plantábamos verduras para consumo de la familia. Teníamos además duraznos, ciruelas y damascos, que usábamos para comer y hacer conservas”, agrega Beatriz.
En el 2010, Carlos fue invitado a viajar a Italia a través del programa Fosel, implementado entre la provincia de Mendoza y la Organización Italiana de Cooperación. El programa busca promover procesos de desarrollo local equitativos para mejorar las condiciones sociales y económicas de ciudades de esa provincia, Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires. “Siempre estuve en FAA y también soy socio de la Cámara de Comercio de San Rafael, así que ambas instituciones pidieron que fuese uno de los que viajara a ese país para aprender a hacer aceite de oliva”, relata Carlos.
Los Camargo aún no eran olivicultores, pero sabían que el vino siempre se liga al aceto balsámico y al aceite. En su viaje se interiorizó acerca de las técnicas que se usan allá desde hace muchos años para producir aceite de primera calidad, “aprendí a meter la mano en la pasta, como dicen ellos”, recuerda él, risueño. Pero no solo eso. Volvió con los planos para construir las máquinas necesarias para producir el aceite, por lo que en 2011 pusieron en marcha la fábrica de aceite de oliva. Agrega: “Además, me traje una visión más grande de lo que es el turismo rural. Desde que vivimos en la finca siempre se la hemos mostrado a los turistas. Hacemos visitas guiadas para turistas y colegios. Recorremos las viñas, la bodega, las elaboraciones de vinos y aceites, les mostramos cómo producimos de manera orgánica y sustentable. Y el viaje también me enseñó que los pequeños y medianos productores tenemos que encontrar maneras de vincular nuestras producciones con los turistas locales, nacionales e internacionales, mostrar cómo hacemos lo que hacemos, porque es algo que resulta atractivo y aporta un gran valor agregado a nuestros productos”.
Toda la familia en el emprendimiento
En estos años, los Camargo tuvieron que ir actualizando la infraestructura de la finca de modo que cumpliese la normativa vigente para recibir a los turistas. “Tuvimos que gestionar habilitaciones en la Municipalidad, en el ente de Turismo y un seguro específico. Y lo fuimos logrando, lo que significa que un productor chico también puede, porque nuestra familia siempre pudo hacerlo”, cuenta.
El yerno de ambos, Walter, es quien los ayuda en las tareas de la finca. Y desde el año 2012 sumaron a Miguel, el único empleado del emprendimiento. “Para un productor chico, cuesta mucho mantener un empleado, porque el costo laboral es muy alto. Estos emprendimientos llevan mucha mano de obra: hay que trabajar en la viña, en la bodega, en los olivos, en los frutales, hacer y mantener la infraestructura. Pero acá hacemos todo nosotros. Solo contratamos a otras personas muy pocos días al año, para la cosecha. El resto del tiempo, tenemos un lema ‘hacer un poquito cada día’, y nos funciona”, relatan.
Pero no es solo eso. Marcela, su nuera, trabaja en sistemas y los ayuda con la comunicación de la finca. Armó un video institucional que les permite dar a conocer lo que hacen. Además, Zoe —una de sus nietas— a sus doce años ya se empezó a interesar en la comercialización y los acompaña a las ferias. Por su parte, su otro nieto Alejo (de 11 años) ayuda en lo que puede porque le gusta compartir con sus abuelos.

El valor agregado es la consigna
En paralelo a la bodega y a la fábrica de aceite de oliva, permanentemente buscan alternativas para recuperar los costos de producción y agregar valor a sus productos. “A los productores por el damasco o el durazno no nos pagan casi nada. Pero las plantas están y, si se mantienen, dan producción todos los años. Así que hemos logrado que un amigo haga dulces orgánicos, con los 2.000 kilos que dan las 10 plantas de damasco que tenemos. Ofreceremos las conservas a los turistas y nos beneficiaremos ambos: ellos porque van a pagar precios bajos por productos orgánicos y artesanales, y nosotros porque habremos podido vender nuestra producción”, se entusiasman.
A la fecha, la finca produce aproximadamente 8.000 kg de uva por año, de los que se obtienen unas 6.000 botellas que hacen 4.500 litros de vino y venden a $100 la botella; también producen 2.000 litros de aceite de oliva que comercializan a $200 por litro. De lo que obtienen por el emprendimiento, pagan el sueldo del empleado y luego reparten lo que queda entre Beatriz, Carlos y Walter. A ese ingreso se le suman las jubilaciones que ambos cobran como producto de sus años de trabajo.
“En estos casi veinte años hemos podido estar en familia, con una buena calidad de vida nosotros, nuestros hijos e hijos políticos y ahora nuestros cuatro nietos también: Zoe, Ignacio, Alejo y Emilia. Esperamos que el aporte de nuestra experiencia en el manejo de la huerta, la fábrica de aceite de oliva, la bodega y la atención a los turistas permita que ellos puedan seguir nuestros pasos, con la ventaja de tener el emprendimiento armado. Para nosotros lo más importante es haber logrado hacer coincidir este emprendimiento con nuestro proyecto de tener toda la familia unida, viviendo en la finca”, aseguran los Camargo cuando se les pide un balance de su experiencia.
Sin dudas, han logrado su objetivo principal, ligado al arraigo, a la vida compartida y al salir adelante, más allá de las adversidades. No obstante, es evidente que la Finca Rincón Deseado hace también un aporte a la comunidad local, nacional e internacional. Porque visitar este espacio permite ver una forma de producción y de vida, vinculada con el auto sustento, lo artesanal y lo orgánico, que puede desarrollarse en los más diversos lugares, inclusive en un patio o jardín. “Para nosotros eso es muy valioso. Nuestros visitantes coinciden en esto, pues lo plasman en los mensajes que nos dejan en nuestro libro de visitas, en nuestras redes sociales y en la página de turismo Tripadvisor, a través de la cual llegan a conocernos muchas veces. Eso nos hace muy felices. Poder estar acá, donde queremos, haciendo lo que nos gusta y mostrárselo a nuestros visitantes es una gran alegría. La crisis nos dio una oportunidad. Y hemos logrado aprovecharla”, concluyen con una sonrisa.
El video institucional
Marcela, la nuera de Carlos y Beatriz, es analista de sistemas y hace algunos años tuvo la idea de armar un video institucional de la Finca Rincón Deseado. Lo musicalizó con la canción “Mi abuelo plantó una cepa”, interpretada por Carlos, cuando era cantante del grupo “Voces de los Andes”, en la época en la que compraron la finca donde montaron el emprendimiento. Hay que resaltar que la misma fue escrita por el famoso folklorista Chacho Santa Cruz y Adela Tapia, tíos de Carlos. Con ese marco, texto e imagen relatan en primera persona las actividades que llevan adelante en el emprendimiento familiar.
Por Vanina Fujiwara – Corresponsal Coprofam en Argent